viernes, septiembre 05, 2014
Epitalamio, Pablo de Rokha
Gatita negra, mimosa, negra, negra y sensual, vaso de placeres, tu cuerpo, tu cuerpo de quince y seis veranos es, y emborracha como la sangre agraria de las uvas, como la sangre agraria de las uvas, alucinada y llena de canciones, abejas, rastrojos
domingo, agosto 31, 2014
“Entonces no me des un motivo por favor
No le des conciencia a la nostalgia,
La desesperación y el juego.
Pensarte y no verte
Sufrir en ti y no alzar mi grito
Rumiar a solas, gracias a ti, por mi culpa,
En lo único que puede ser
Enteramente pensado
Llamar sin voz porque Dios dispuso
Que si Él tiene compromisos
Si Dios mismo le impide contestar
Con dos dedos el saludo
Cotidiano, nocturno, inevitable
Es necesario aceptar la soledad,
Confortarse hermanado
Con el olor a perro, en esos días húmedos del sur,
En cualquier regreso
En cualquier hora cambiable del crepúsculo
Tu silencio
Y el paso indiferente de Dios que no ve ni saluda
Que no responde al sombrero enlutado
Golpeando las rodillas
Que teme a Dios y se preocupa
Por lo que opine, condene, rezongue, imponga.
No me des conciencia, grito, necesidad ni orden.
Estoy desnudo y lejos, lo que me dejaron
Giro hacia el mundo y su secreto de musgo,
Hacia la claridad dolorosa del mundo,
Desnudo, sólo, desarmado
bamboleo mi cuerpo enmagrecido
Tropiezo y avanzo
Me acerco tal vez a una frontera
A un odio inútil, a su creciente miseria
Y tampoco es consuelo
Esa dulce ilusión de paz y de combate
Porque la lejanía
No es ya, se disuelve en la espera
Graciosa, incomprensible, de ayudarme
A vivir y esperar.
Ningún otro país y para siempre.
Mi pie izquierdo en la barra de bronce
Fundido con ella.
El mozo que comprende, ayuda a esperar, cree lo que ignora.
Se aceptan todas las apuestas:
Eternidad, infierno, aventura, estupidez
Pero soy mayor
Ya ni siquiera creo,
En romper espejos
En la noche
Y lamerme la sangre de los dedos
Como si la hubiera traído desde allí
Como si la salobre mentira se espesara
Como si la sangre, pequeño dolor filoso,
Me aproximara a lo que resta vivo, blando y ágil.
Muerto por la distancia y el tiempo
Y yo la, lo pierdo, doy mi vida,
A cambio de vejeces y ambiciones ajenas
Cada día más antiguas, suciamente deseosas y extrañas.
Volver y no lo haré, dejar y no puedo.
Apoyar el zapato en el barrote de bronce
Y esperar sin prisa su vejez, su ajenidad, su diminuto no ser.
La paz y después, dichosamente, en seguida, nada.
Ahí estaré. El tiempo no tocará mi pelo, no inventará arrugas, no me inflará las mejillas
Ahí estaré esperando una cita imposible, un encuentro que no se cumplirá.”
No le des conciencia a la nostalgia,
La desesperación y el juego.
Pensarte y no verte
Sufrir en ti y no alzar mi grito
Rumiar a solas, gracias a ti, por mi culpa,
En lo único que puede ser
Enteramente pensado
Llamar sin voz porque Dios dispuso
Que si Él tiene compromisos
Si Dios mismo le impide contestar
Con dos dedos el saludo
Cotidiano, nocturno, inevitable
Es necesario aceptar la soledad,
Confortarse hermanado
Con el olor a perro, en esos días húmedos del sur,
En cualquier regreso
En cualquier hora cambiable del crepúsculo
Tu silencio
Y el paso indiferente de Dios que no ve ni saluda
Que no responde al sombrero enlutado
Golpeando las rodillas
Que teme a Dios y se preocupa
Por lo que opine, condene, rezongue, imponga.
No me des conciencia, grito, necesidad ni orden.
Estoy desnudo y lejos, lo que me dejaron
Giro hacia el mundo y su secreto de musgo,
Hacia la claridad dolorosa del mundo,
Desnudo, sólo, desarmado
bamboleo mi cuerpo enmagrecido
Tropiezo y avanzo
Me acerco tal vez a una frontera
A un odio inútil, a su creciente miseria
Y tampoco es consuelo
Esa dulce ilusión de paz y de combate
Porque la lejanía
No es ya, se disuelve en la espera
Graciosa, incomprensible, de ayudarme
A vivir y esperar.
Ningún otro país y para siempre.
Mi pie izquierdo en la barra de bronce
Fundido con ella.
El mozo que comprende, ayuda a esperar, cree lo que ignora.
Se aceptan todas las apuestas:
Eternidad, infierno, aventura, estupidez
Pero soy mayor
Ya ni siquiera creo,
En romper espejos
En la noche
Y lamerme la sangre de los dedos
Como si la hubiera traído desde allí
Como si la salobre mentira se espesara
Como si la sangre, pequeño dolor filoso,
Me aproximara a lo que resta vivo, blando y ágil.
Muerto por la distancia y el tiempo
Y yo la, lo pierdo, doy mi vida,
A cambio de vejeces y ambiciones ajenas
Cada día más antiguas, suciamente deseosas y extrañas.
Volver y no lo haré, dejar y no puedo.
Apoyar el zapato en el barrote de bronce
Y esperar sin prisa su vejez, su ajenidad, su diminuto no ser.
La paz y después, dichosamente, en seguida, nada.
Ahí estaré. El tiempo no tocará mi pelo, no inventará arrugas, no me inflará las mejillas
Ahí estaré esperando una cita imposible, un encuentro que no se cumplirá.”
— | Balada del ausente; Juan Carlos Onetti (via littrature) |
sábado, agosto 23, 2014
Sucesos. Mahfud Massis
Remato mi cerebro (esta escrito en las aguas)
con sus tuercas y anillos, su vertiginosa lengua
¡Se remata con chimenea y todo!
Un poco de grasa es cuanto necesita,
una mano de cal, una gota de amor
quien sabe
Lo entrego, sin embargo, con cierta angustia.
Mantiene su estructura de caoba, sin incrustaciones,
anterior a Amassis, mi pariente definitivamente seco.
Si no hay interesados, se permuta
por una maleta, un trozo de pan, es necesario
comer en esta casa.
DORMIR
cerrar a veces los ojos
Construido a prueba de golpes, se estremece
todavía; y se remonta
en las noches
para aullar entre los perros
la palabra
JUSTICIA
martes, julio 29, 2014
AMANTES LIRICOS - AMANTES EPICOS
La obsesión de los primeros es lírica: se buscan a sí mismos en las mujeres, buscan su ideal y se ven repetidamente desengañados porque un ideal es, como sabemos, aquello que nunca puede encontrarse. El desengaño que los lleva de una mujer a otra le brinda a su inconstancia cierta disculpa romántica, de modo que muchas mujeres sentimentales pueden sentirse conmovidas por su terca poligamia.
La segunda obsesión es épica y las mujeres no ven en ella nada conmovedor: el hombre no proyecta sobre las mujeres un ideal subjetivo; por eso todo le resulta interesante y nada puede desengañarlo. Y es precisamente esa incapacidad para el desengaño la que contiene algo de escandaloso. La obsesión del mujeriego épico le produce a la gente la impresión de que no se ha pagado nada a cambio de ella (no se ha pagado con el desengaño).
Debido a que el mujeriego lírico persigue siempre al mismo tipo de mujeres, nadie se da cuenta de que cambia de amantes; los amigos le crean permanentemente conflictos porque no son capaces de diferenciar a sus amigas y les atribuyen siempre el mismo nombre.
Los mujeriegos épicos (y por supuesto que Tomás es uno de ellos) se alejan cada vez más, en su búsqueda del conocimiento, de la belleza femenina convencional, de la que se han hartado rápidamente, y terminan indefectiblemente como coleccionistas de curiosidades. Saben que lo son, les da un poco de vergüenza y, para no poner a los amigos en aprietos, no suelen salir públicamente con sus amantes.”
Milan Kundera, la insoportable levedad del ser
sábado, julio 19, 2014
Cioran
A causa de la palabra, los hombres dan la ilusión de ser libres. Si hiciesen lo que hacen sin decir una sola palabra, se les tomaría por autómatas. Al hablar se engañan a si mismos igual que engañan a los demás: si anuncian lo que van a llevar a cabo, ¿cómo pensar que no son dueños de sus actos?
domingo, julio 06, 2014
Pedro Soto de Rojas (1584-1658)
Ardo, si, mas no te amo,
tirana rigurosa, indignamente amada, indigna hermosa;
ya no te alabarás de mis heridas,
ya las entrañas tengo endurecidas
y el pecho sin dolores,
que si ardo, ardo de enojos, y no de amores
tirana rigurosa, indignamente amada, indigna hermosa;
ya no te alabarás de mis heridas,
ya las entrañas tengo endurecidas
y el pecho sin dolores,
que si ardo, ardo de enojos, y no de amores
Soneto, Juan de Tassis y Peralta
Amor es un misterio que se cría
en las dulces especies de su objeto; de causas advertida, luz y efeto,
y de ciegos efetos, ciega guía
Fraude que apateció la fantasía,
imán del daño, acíbar del secreto;
de tirana deidad, ley sin preceto,
de preceptos sin ley, leal porfía
En cielo oscuro, tempestad serena,
apacible pasión, dulce fatiga,
lisonja esquiva, lisonjera pena;
premio que mata, alivio que castiga,
causa que, propiamente siendo ajena,
con l oque mas ofende mas obliga
en las dulces especies de su objeto; de causas advertida, luz y efeto,
y de ciegos efetos, ciega guía
Fraude que apateció la fantasía,
imán del daño, acíbar del secreto;
de tirana deidad, ley sin preceto,
de preceptos sin ley, leal porfía
En cielo oscuro, tempestad serena,
apacible pasión, dulce fatiga,
lisonja esquiva, lisonjera pena;
premio que mata, alivio que castiga,
causa que, propiamente siendo ajena,
con l oque mas ofende mas obliga
la Cuarta Via para el NWO
protestando, dimos vuelta a la plaza como borregos, como pitufos idiotas....
esos viejos emierda nos veian la cara y por dentro inflaban sus barrigotas burguesas y satisfechas...recordando la sudorosa mano del señor alcalde o el amigo parlamentario y el promisorio presente y futuro que les esperaba por haberse vendido
los malditos
......
2007
esos viejos emierda nos veian la cara y por dentro inflaban sus barrigotas burguesas y satisfechas...recordando la sudorosa mano del señor alcalde o el amigo parlamentario y el promisorio presente y futuro que les esperaba por haberse vendido
los malditos
......
2007
domingo, junio 29, 2014
LEYENDAS DEL CRISTO NEGRO (1967). MAHFUD MASSIS
CAMINABA JESÚS POR LA CIUDAD, Y LLEVABA UN GRAN MARTILLO
Y UNO HABÍA EN MEDIO DE LA TURBA, EL CUAL DIJO: HE AHÍ AL HIJO DEL CARPINTERO. Y LE PELLIZCÓ LA MEJILLA
ENTONCES JESÚS DESCARGÓ EL MARTILLO EN MEDIO DE SU ROSTRO. Y ENFRENTANDO A LA TURBA, DIJO: VARÓN SOY DE VERDAD Y DE JUSTICIA, MÁS ANTAÑO FUI GOLPEADO Y PELLIZCADO MUCHAS VECES. Y COMO VIESE UNOS NIÑOS JUNTO A ÉL, HABLÓ DICIENDO:
CADA UNO DE ESTOS PEQUEÑOS DE GRANDES OJOS Y PIES DESNUDOS, NECESITARÁ MAÑANA UN MARTILLO
ENTONCES LA PLEBE, Y LOS BORRACHOS Y LAS PROSTITUTAS VESTIDAS DE ROJO RODEARON A JESÚS.
Y UNA MUJER DE GRANDES LABIOS, DÍJOLE: ¿HAS VENIDO A PREDICAR LA VIOLENCIA? REPLICÓ JESÚS: NO PREDICO LA VIOLENCIA, PORQUE LA VIOLENCIA ESTÁ EN LA NATURALEZA DE LAS COSAS, Y YO NO SOY AJENO A LA NATURALEZA D ELAS COSAS.
Y UN BORRACHO QUE HABÍA MUERTO A SU HIJO, CLAMÓ: !HABLAS VERDAD, OH EXTRAÑO¡ HE AHÍ QUE ANOCHE ESCUCHÉ EL CANTO ROJO DEL VINO, Y MUERTO HE AL HIJO DE MI CORAZÓN.
ENTONCES JESÚS, ESCUPIENDO EN SU ROSTRO, HABLÓ EN EL LENGUAJE D ELAS PARÁBOLAS Y DIJO:
UN HOMBRE HABÍA QUE CONSTRUYÓ SU MORADA JUNTO AL MAR, EN EL LUGAR MÁS PELIGROSO.
Y EL TIFÓN, Y LOS ANIMALES DEL MAR ENTRARON EN SU MORADA. MÁS ÉL DECÍA: ¿ES MI CULPA QUE EL VIENTO Y LAS BESTIAS DEL MAR SE ASIENTEN EN MI CASA?
Y DORMÍA EN EL UMBRAL DE LA CASA, Y HOLGÁBASE EN ELLA CON LAS HIJAS DE LOS PESCADORES.
MAS LA SAL Y LA MUERTE HABÍAN INVADIDO EL AIRE DE LA CASA.
Y LOS DÍAS DEL HOMBRE FUERON CONTADOS
POR LO CUAL OS DIGO QUE AQUÉL QUE BUSCARE EL PELIGRO LO HALLARÁ, Y AQUÉL QUE CAMINARE POR ENTRE PANTANOS PERDERÁ LA VIDA
OÍDO LO CUAL, EL BORRACHO COMENZÓ A AZOTAR SU ROSTRO CONTRA LAS PIEDRAS
ENTONCES UNO DE LA TURBA DIJO: HOMICIDA ES, Y QUERÍA ARRASTRARLE ANTE LOS JUECES
DÍCELE JESÚS: DESDE LA MATRIZ DE TU MADRE VIENES CARGADO DE CULPAS. ¿CÓMO JUZGARÁS A TU HERMANO?
DE VERDAD, DE VERDAD TE DIGO, QUE PARA ESTE OFICIO DE PERSEGUIDOR DE HOMBRES NECESITAS NACER DOS VECES
PORQUE ENTRE EL PERSEGUIDOR Y EL PERSEGUIDO, ¿QUÉ HAY SINO LA LETRA MUERTA?
DICIENDO LO CUAL, JESÚS FUESE POR EL CAMINO. Y NINGUNO SE ATREVIÓ A SEGUIRLE
Dos ideas, dos poemas
EN EL PRINCIPIO
Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.
Si he sufrido la sed, el hambre, todo
lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.
lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.
Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.
puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.
Blas de Otero
NOCTURNO
Cuando tanto se sufre sin sueño y por la sangre
se escucha que transita solamente la rabia,
que en los tuétanos tiembla despabilado el odio
y en las médulas arde continua la venganza,
las palabras entonces no sirven: son palabras.
Balas. Balas.
Manifiestos, artículos, comentarios, discursos,
humaredas perdidas, neblinas estampadas.
¡qué dolor de papeles que ha de barrer el viento,
qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua!
Balas. Balas.
Ahora sufro lo pobre, lo mezquino, lo triste,
lo desgraciado y muerto que tiene una garganta
cuando desde el abismo de su idioma quisiera
gritar lo que no puede por imposible, y calla.
Balas. Balas.
Siento esta noche heridas de muerte las palabras
NOCTURNO
Cuando tanto se sufre sin sueño y por la sangre
se escucha que transita solamente la rabia,
que en los tuétanos tiembla despabilado el odio
y en las médulas arde continua la venganza,
las palabras entonces no sirven: son palabras.
Balas. Balas.
Manifiestos, artículos, comentarios, discursos,
humaredas perdidas, neblinas estampadas.
¡qué dolor de papeles que ha de barrer el viento,
qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua!
Balas. Balas.
Ahora sufro lo pobre, lo mezquino, lo triste,
lo desgraciado y muerto que tiene una garganta
cuando desde el abismo de su idioma quisiera
gritar lo que no puede por imposible, y calla.
Balas. Balas.
Siento esta noche heridas de muerte las palabras
domingo, junio 22, 2014
Las falacias de la derecha
Leo en la editorial del diario La Tercera un artículo titulado ¿"Segregación o alternativa de educación"?, en el cuál se defiende la libertad de proyecto educativo, entre ellos, la de mantener escuelas unisexuales, a raíz de que en el petitorio de la toma del Instituto Nacional viene incluido este punto. El argumento final se basa en dos puntos: primero que existirían ciertos argumentos técnicos que "respaldarían " que algunos padres quieran enviar a sus hijos a establecimientos unisexuales y que n ose los ha escuchado, que en otros países (supongo que se refieren a los más desarrollados) siguen existiendo este tipo de colegios y que en fin, cualquier cosa que aumente la "calidad" d ela educació n y a la libertad de los padres para seleccionar entre diferentes alternativas no solo debe ser permitido, sin oque estimulado.
A mi me parece que tras estos manidos argumentos se esconde la siempre gatorpadista convicción oligárquica de ganar el debate con argumentos falaces, ahora que la lucha valorica no decanta en su favor (perdiendo toda forma de defensa de antivalores como la segregacion, el elitismo, el machismo, el racismo), juegan a disfrazarse de técnicos higienizados y esterilizados, como si de médicos vestidos de trajes blancos se trataran, en los que la sangre siempre resbala y jamas mancha. Sus supuestos estudios "sociales casi nunca son reconocidos por la comunidad cientifica seria y eso cuando se dignan mostrarlos, los argumentos d ela derecha son tan técnicos y científicos como el "creacionismo" o la cientiologia podrian asemejarse a la ciencia, o sea, nada.
viernes, junio 20, 2014
Una escena de crimen y castigo
Extracto de la gran novela del autor ruso, "Crimen y Castigo".
El sueño de Raskolnikov
Por
Fedor Dostoyevski
Raskolnikov tuvo un sueño horrible. Volvió a verse en el pueblo donde vivió con su familia cuando era niño. Tiene siete años y pasea con su padre por los alrededores de la pequeña población, ya en pleno campo. Está nublado, el calor es bochornoso, el paisaje es exactamente igual al que él conserva en la memoria. Es más, su sueño le muestra detalles que ya había olvidado. El panorama del pueblo se ofrece enteramente a la vista. Ni un solo árbol, ni siquiera un sauce blanco en los contornos. Únicamente a lo lejos, en el horizonte, en los confines del cielo, por decirlo así, se ve la mancha oscura de un bosque.
A unos cuantos pasos del último jardín de la población hay una taberna, una gran taberna que impresionaba desagradablemente al niño, e incluso lo atemorizaba, cuando pasaba ante ella con su padre. Estaba siempre llena de clientes que vociferaban, reían, se insultaban, cantaban horriblemente, con voces desgarradas, y llegaban muchas veces a las manos. En las cercanías de la taberna vagaban siempre hombres borrachos de caras espantosas...
Y ahora he aquí el sueño.
Va con su padre por el camino que conduce al cementerio. Pasan por delante de la taberna. Sin soltar la mano de su padre, dirige una mirada de horror al establecimiento. Ve una multitud de burguesas endomingadas, campesinas con sus maridos, y toda clase de gente del pueblo. Todos están ebrios; todos cantan. Ante la puerta hay un raro vehículo, una de esas enormes carretas de las que suelen tirar robustos caballos y que se utilizan para el transporte de barriles de vino y toda clase de mercancías. Raskolnikov se deleitaba contemplando estas hermosas bestias de largas crines y recias patas, que, con paso mesurado y natural y sin fatiga alguna arrastraban verdaderas montañas de carga. Incluso se diría que andaban más fácilmente enganchados a estos enormes vehículos que libres.
Pero ahora cosa extraña la pesada carreta tiene entre sus varas un caballejo de una delgadez lastimosa, uno de esos rocines de aldeano que él ha visto muchas veces arrastrando grandes carretadas de madera o de heno y que los mujiks desloman a golpes, llegando a pegarles incluso en la boca y en los ojos cuando los pobres animales se esfuerzan en vano por sacar al vehículo de un atolladero. Este espectáculo llenaba de lágrimas sus ojos cuando era niño y lo presenciaba desde la ventana de su casa, de la que su madre se apresuraba a retirarlo.
De pronto se oye gran algazara en la taberna, de donde se ve salir, entre cantos y gritos, un grupo de corpulentos mujiks embriagados, luciendo camisas rojas y azules, con la balalaika en la mano y la casaca colgada descuidadamente en el hombro.
¡Subid, subid todos! grita un hombre todavía joven, de grueso cuello, cara mofletuda y tez de un rojo de zanahoria . Os llevaré a todos. ¡Subid!
Estas palabras provocan exclamaciones y risas.
¿Creéis que podrá con nosotros ese esmirriado rocín?
¿Has perdido la cabeza, Mikolka? ¡Enganchar una bestezuela así a semejante carreta!
¿No os parece, amigos, que ese caballejo tiene lo menos veinte años?
¡Subid! ¡Os llevaré a todos! vuelve a gritar Mikolka.
Y es el primero que sube a la carreta. Coge las riendas y su corpachón se instala en el pescante.
El caballo bayo dice a grandes voces se lo llevó hace poco Mathiev, y esta bestezuela es una verdadera pesadilla para mí. Me gusta pegarle, palabra de honor. No se gana el pienso que se come. ¡Hala, subid! lo haré galopar, os aseguro que lo haré galopar.
Empuña el látigo y se dispone, con evidente placer, a fustigar al animalito.
Ya lo oís: dice que lo hará galopar. ¡Ánimo y arriba! exclamó una voz burlona entre la multitud.
¿Galopar? Hace lo menos diez meses que este animal no ha galopado.
Por lo menos, os llevará a buena marcha.
¡No lo compadezcáis, amigos! ¡Coged cada uno un látigo! ¡Eso, buenos latigazos es lo que necesita esta calamidad!
Todos suben a la carreta de Mikolka entre bromas y risas. Ya hay seis arriba, y todavía queda espacio libre. En vista de ello, hacen subir a una campesina de cara rubicunda, con muchos bordados en el vestido y muchas cuentas de colores en el tocado. No cesa de partir y comer avellanas entre risas burlonas.
La muchedumbre que rodea a la carreta ríe también. Y, verdaderamente, ¿cómo no reírse ante la idea de que tan escuálido animal pueda llevar al galope semejante carga? Dos de los jóvenes que están en la carreta se proveen de látigos para ayudar a Mikolka. Se oye el grito de U ¡Arre! y el caballo tira con todas sus fuerzas. Pero no sólo no consigue galopar, sino que apenas logra avanzar al paso. Patalea, gime, encorva el lomo bajo la granizada de latigazos. Las risas redoblan en la carreta y entre la multitud que la ve partir. Mikolka se enfurece y se ensaña en la pobre bestia, obstinado en verla galopar.
¡Dejadme subir también a mí, hermanos! grita un joven, seducido por el alegre espectáculo.
¡Sube! ¡Subid! grita Mikolka . ¡Nos llevará a todos! Yo le obligaré a fuerza de golpes... ¡Latigazos! ¡Buenos latigazos!
La rabia le ciega hasta el punto de que ya ni siquiera sabe con qué pegarle para hacerle más daño.
Papá, papaíto exclama Rodia . ¿Por qué hacen eso? ¿Por qué martirizan a ese pobre caballito?
Vámonos, vámonos responde el padre . Están borrachos... Así se divierten, los muy imbéciles... Vámonos..., no mires...
E intenta llevárselo. Pero el niño se desprende de su mano y, fuera de si, corre hacia la carreta. El pobre animal está ya exhausto. Se detiene, jadeante; luego empieza a tirar nuevamente... Está a punto de caer.
¡Pegadle hasta matarlo! ruge Mikolka . ¡Eso es lo que hay que hacer! ¡Yo os ayudo!
¡Tú no eres cristiano: eres un demonio! grita un viejo entre la multitud.
Y otra voz añade:
¿Dónde se ha visto enganchar a un animalito así a una carreta como ésa?
¡Lo vas a matar! vocifera un tercero.
¡Id al diablo! El animal es mío y puedo hacer con él lo que me dé la gana. ¡Subid, subid todos! ¡He de hacerlo galopar!
De súbito, un coro de carcajadas ahoga la voz de Mikolka. El animal, aunque medio muerto por la lluvia de golpes, ha perdido la paciencia y ha empezado a cocear. Hasta el viejo, sin poder contenerse, participa de la alegría general. En verdad, la cosa no es para menos: ¡dar coces un caballo que apenas se sostiene sobre sus patas...!
Dos mozos se destacan de la masa de espectadores, empuñan cada uno un látigo y empiezan a golpear al pobre animal, uno por la derecha y otro por la izquierda.
Pegadle en el hocico, en los ojos, ¡dadle fuerte en los ojos! vocifera Mikolka.
¡Cantemos una canción, camaradas! dice una voz en la carreta . El estribillo tenéis que repetirlo todos.
Los mujiks entonan una canción grosera acompañados por un tamboril. El estribillo se silba. La campesina sigue partiendo avellanas y riendo con sorna.
Rodia se acerca al caballo y se coloca delante de él. Así puede ver cómo le pegan en los ojos..., ¡en los ojos...! Llora. El corazón se le contrae. Ruedan sus lágrimas. Uno de los verdugos le roza la cara con el látigo. Él ni siquiera se da cuenta. Se retuerce las manos, grita, corre hacia el viejo de barba blanca, que sacude la cabeza y parece condenar el espectáculo. Una mujer lo coge de la mano y se lo quiere llevar. Pero él se escapa y vuelve al lado del caballo, que, aunque ha llegado al límite de sus fuerzas, intenta aún cocear.
¡El diablo te lleve! vocifera Mikolka, ciego de ira.
Arroja el látigo, se inclina y coge del fondo de la carreta un grueso palo. Sosteniéndolo con las dos manos por un extremo, lo levanta penosamente sobre el lomo de la víctima.
¡Lo vas a matar! grita uno de los espectadores.
Seguro que lo mata dice otro.
¿Acaso no es mío? ruge Mikolka.
Y golpea al animal con todas sus fuerzas. Se oye un ruido seco.
¡Sigue! ¡Sigue! ¿Qué esperas? gritan varias voces entre la multitud.
Mikolka vuelve a levantar el palo y descarga un segundo golpe en el lomo de la pobre bestia. El animal se contrae; su cuarto trasero se hunde bajo la violencia del golpe; después da un salto y empieza a tirar con todo el resto de sus fuerzas. Su propósito es huir del martirio, pero por todas partes encuentra los látigos de sus seis verdugos. El palo se levanta de nuevo y cae por tercera vez, luego por cuarta, de un modo regular. Mikolka se enfurece al ver que no ha podido acabar con el caballo de un solo golpe.
¡Es duro de pelar! exclama uno de los espectadores.
Ya veréis como cae, amigos: ha llegado su última hora dice otro de los curiosos.
¡Coge un hacha! sugiere un tercero . ¡Hay que acabar de una vez!
¡No decís más que tonterías! brama Mikolka . ¡Dejadme pasar!
Arroja el palo, se inclina, busca de nuevo en el fondo de la carreta y, cuando se pone derecho, se ve en sus manos una barra de hierro.
¡Cuidado! exclama.
Y, con todas sus fuerzas, asesta un tremendo golpe al desdichado animal. El caballo se tambalea, se abate, intenta tirar con un último esfuerzo, pero la barra de hierro vuelve a caer pesadamente sobre su espinazo. El animal se desploma como si le hubieran cortado las cuatro patas de un solo tajo.
¡Acabemos con él! ruge Mikolka como un loco, saltando de la carreta.
Varios jóvenes, tan borrachos y congestionados como él, se arman de lo primero que encuentran látigos, palos, estacas y se arrojan sobre el caballejo agonizante. Mikolka, de pie junto a la víctima, no cesa de golpearla con la barra. El animalito alarga el cuello, exhala un profundo resoplido y muere.
¡Ya está! dice una voz entre la multitud.
Se había empeñado en no galopar.
¡Es mío! exclama Mikolka con la barra en la mano, enrojecidos los ojos y como lamentándose de no tener otra victima a la que golpear.
Desde luego, tú no crees en Dios dicen algunos de los que han presenciado la escena.
El pobre niño está fuera de sí. Lanzando un grito, se abre paso entre la gente y se acerca al caballo muerto. Coge el hocico inmóvil y ensangrentado y lo besa; besa sus labios, sus ojos. Luego da un salto y corre hacia Mikolka blandiendo los puños. En este momento lo encuentra su padre, que lo estaba buscando, y se lo lleva.
Ven, ven le dice . Vámonos a casa.
Papá, ¿por qué han matado a ese pobre caballito? gime Rodia. Alteradas por su entrecortada respiración, sus palabras salen como gritos roncos de su contraída garganta.
Están borrachos responde el padre . Así se divierten. Pero vámonos: aquí no tenemos nada que hacer.
Rodia le rodea con sus brazos. Siente una opresión horrible en el pecho. Hace un esfuerzo por recobrar la respiración, intenta gritar... Se despierta.
Raskolnikov se despertó sudoroso: todo su cuerpo estaba húmedo, empapados sus cabellos. Se levantó horrorizado, jadeante...
¡Bendito sea Dios! exclamó . No ha sido más que un sueño.o. Está nublado, el calor es bochornoso, el paisaje es exactamente igual al que él conserva en la memoria. Es más, su sueño le muestra detalles que ya había olvidado. El panorama del pueblo se ofrece enteramente a la vista. Ni un solo árbol, ni siquiera un sauce blanco en los contornos. Únicamente a lo lejos, en el horizonte, en los confines del cielo, por decirlo así, se ve la mancha oscura de un bosque.
A unos cuantos pasos del último jardín de la población hay una taberna, una gran taberna que impresionaba desagradablemente al niño, e incluso lo atemorizaba, cuando pasaba ante ella con su padre. Estaba siempre llena de clientes que vociferaban, reían, se insultaban, cantaban horriblemente, con voces desgarradas, y llegaban muchas veces a las manos. En las cercanías de la taberna vagaban siempre hombres borrachos de caras espantosas. Cuando el niño los veía, se apretaba convulsivamente contra su padre y temblaba de pies a cabeza. No lejos de allí pasaba un estrecho camino eternamente polvoriento. ¡Qué negro era aquel polvo! El camino era tortuoso y, a unos trescientos pasos de la taberna, se desviaba hacia la derecha y contorneaba el cementerio.
En medio del cementerio se alzaba una iglesia de piedra, de cúpula verde. El niño la visitaba dos veces al año en compañía de su padre y de su madre para oír la misa que se celebraba por el descanso de su abuela, muerta hacía ya mucho tiempo y a la que no había conocido. La familia llevaba siempre, en un plato envuelto con una servilleta, el pastel de los muertos, sobre el que había una cruz formada con pasas. Raskolnikov adoraba esta iglesia, sus viejas imágenes desprovistas de adornos, y también a su viejo sacerdote de cabeza temblorosa. Cerca de la lápida de su abuela había una pequeña tumba, la de su hermano menor, muerto a los seis meses y del que no podía acordarse porque no lo había conocido. Si sabía que había tenido un hermano era porque se lo habían dicho. Y cada vez que iba al cementerio, se santiguaba piadosamente ante la pequeña tumba, se inclinaba con respeto y la besaba.
Y ahora he aquí el sueño.
Va con su padre por el camino que conduce al cementerio. Pasan por delante de la taberna. Sin soltar la mano de su padre, dirige una mirada de horror al establecimiento. Ve una multitud de burguesas endomingadas, campesinas con sus maridos, y toda clase de gente del pueblo. Todos están ebrios; todos cantan. Ante la puerta hay un raro vehículo, una de esas enormes carretas de las que suelen tirar robustos caballos y que se utilizan para el transporte de barriles de vino y toda clase de mercancías. Raskolnikov se deleitaba contemplando estas hermosas bestias de largas crines y recias patas, que, con paso mesurado y natural y sin fatiga alguna arrastraban verdaderas montañas de carga. Incluso se diría que andaban más fácilmente enganchados a estos enormes vehículos que libres.
Pero ahora cosa extraña la pesada carreta tiene entre sus varas un caballejo de una delgadez lastimosa, uno de esos rocines de aldeano que él ha visto muchas veces arrastrando grandes carretadas de madera o de heno y que los mujiks desloman a golpes, llegando a pegarles incluso en la boca y en los ojos cuando los pobres animales se esfuerzan en vano por sacar al vehículo de un atolladero. Este espectáculo llenaba de lágrimas sus ojos cuando era niño y lo presenciaba desde la ventana de su casa, de la que su madre se apresuraba a retirarlo.
De pronto se oye gran algazara en la taberna, de donde se ve salir, entre cantos y gritos, un grupo de corpulentos mujiks embriagados, luciendo camisas rojas y azules, con la balalaika en la mano y la casaca colgada descuidadamente en el hombro.
¡Subid, subid todos! grita un hombre todavía joven, de grueso cuello, cara mofletuda y tez de un rojo de zanahoria . Os llevaré a todos. ¡Subid!
Estas palabras provocan exclamaciones y risas.
¿Creéis que podrá con nosotros ese esmirriado rocín?
¿Has perdido la cabeza, Mikolka? ¡Enganchar una bestezuela así a semejante carreta!
¿No os parece, amigos, que ese caballejo tiene lo menos veinte años?
¡Subid! ¡Os llevaré a todos! vuelve a gritar Mikolka.
Y es el primero que sube a la carreta. Coge las riendas y su corpachón se instala en el pescante.
El caballo bayo dice a grandes voces se lo llevó hace poco Mathiev, y esta bestezuela es una verdadera pesadilla para mí. Me gusta pegarle, palabra de honor. No se gana el pienso que se come. ¡Hala, subid! lo haré galopar, os aseguro que lo haré galopar.
Empuña el látigo y se dispone, con evidente placer, a fustigar al animalito.
Ya lo oís: dice que lo hará galopar. ¡Ánimo y arriba! exclamó una voz burlona entre la multitud.
¿Galopar? Hace lo menos diez meses que este animal no ha galopado.
Por lo menos, os llevará a buena marcha.
¡No lo compadezcáis, amigos! ¡Coged cada uno un látigo! ¡Eso, buenos latigazos es lo que necesita esta calamidad!
Todos suben a la carreta de Mikolka entre bromas y risas. Ya hay seis arriba, y todavía queda espacio libre. En vista de ello, hacen subir a una campesina de cara rubicunda, con muchos bordados en el vestido y muchas cuentas de colores en el tocado. No cesa de partir y comer avellanas entre risas burlonas.
La muchedumbre que rodea a la carreta ríe también. Y, verdaderamente, ¿cómo no reírse ante la idea de que tan escuálido animal pueda llevar al galope semejante carga? Dos de los jóvenes que están en la carreta se proveen de látigos para ayudar a Mikolka. Se oye el grito de U ¡Arre! y el caballo tira con todas sus fuerzas. Pero no sólo no consigue galopar, sino que apenas logra avanzar al paso. Patalea, gime, encorva el lomo bajo la granizada de latigazos. Las risas redoblan en la carreta y entre la multitud que la ve partir. Mikolka se enfurece y se ensaña en la pobre bestia, obstinado en verla galopar.
¡Dejadme subir también a mí, hermanos! grita un joven, seducido por el alegre espectáculo.
¡Sube! ¡Subid! grita Mikolka . ¡Nos llevará a todos! Yo le obligaré a fuerza de golpes... ¡Latigazos! ¡Buenos latigazos!
La rabia le ciega hasta el punto de que ya ni siquiera sabe con qué pegarle para hacerle más daño.
Papá, papaíto exclama Rodia . ¿Por qué hacen eso? ¿Por qué martirizan a ese pobre caballito?
Vámonos, vámonos responde el padre . Están borrachos... Así se divierten, los muy imbéciles... Vámonos..., no mires...
E intenta llevárselo. Pero el niño se desprende de su mano y, fuera de si, corre hacia la carreta. El pobre animal está ya exhausto. Se detiene, jadeante; luego empieza a tirar nuevamente... Está a punto de caer.
¡Pegadle hasta matarlo! ruge Mikolka . ¡Eso es lo que hay que hacer! ¡Yo os ayudo!
¡Tú no eres cristiano: eres un demonio! grita un viejo entre la multitud.
Y otra voz añade:
¿Dónde se ha visto enganchar a un animalito así a una carreta como ésa?
¡Lo vas a matar! vocifera un tercero.
¡Id al diablo! El animal es mío y puedo hacer con él lo que me dé la gana. ¡Subid, subid todos! ¡He de hacerlo galopar!
De súbito, un coro de carcajadas ahoga la voz de Mikolka. El animal, aunque medio muerto por la lluvia de golpes, ha perdido la paciencia y ha empezado a cocear. Hasta el viejo, sin poder contenerse, participa de la alegría general. En verdad, la cosa no es para menos: ¡dar coces un caballo que apenas se sostiene sobre sus patas...!
Dos mozos se destacan de la masa de espectadores, empuñan cada uno un látigo y empiezan a golpear al pobre animal, uno por la derecha y otro por la izquierda.
Pegadle en el hocico, en los ojos, ¡dadle fuerte en los ojos! vocifera Mikolka.
¡Cantemos una canción, camaradas! dice una voz en la carreta . El estribillo tenéis que repetirlo todos.
Los mujiks entonan una canción grosera acompañados por un tamboril. El estribillo se silba. La campesina sigue partiendo avellanas y riendo con sorna.
Rodia se acerca al caballo y se coloca delante de él. Así puede ver cómo le pegan en los ojos..., ¡en los ojos...! Llora. El corazón se le contrae. Ruedan sus lágrimas. Uno de los verdugos le roza la cara con el látigo. Él ni siquiera se da cuenta. Se retuerce las manos, grita, corre hacia el viejo de barba blanca, que sacude la cabeza y parece condenar el espectáculo. Una mujer lo coge de la mano y se lo quiere llevar. Pero él se escapa y vuelve al lado del caballo, que, aunque ha llegado al límite de sus fuerzas, intenta aún cocear.
¡El diablo te lleve! vocifera Mikolka, ciego de ira.
Arroja el látigo, se inclina y coge del fondo de la carreta un grueso palo. Sosteniéndolo con las dos manos por un extremo, lo levanta penosamente sobre el lomo de la víctima.
¡Lo vas a matar! grita uno de los espectadores.
Seguro que lo mata dice otro.
¿Acaso no es mío? ruge Mikolka.
Y golpea al animal con todas sus fuerzas. Se oye un ruido seco.
¡Sigue! ¡Sigue! ¿Qué esperas? gritan varias voces entre la multitud.
Mikolka vuelve a levantar el palo y descarga un segundo golpe en el lomo de la pobre bestia. El animal se contrae; su cuarto trasero se hunde bajo la violencia del golpe; después da un salto y empieza a tirar con todo el resto de sus fuerzas. Su propósito es huir del martirio, pero por todas partes encuentra los látigos de sus seis verdugos. El palo se levanta de nuevo y cae por tercera vez, luego por cuarta, de un modo regular. Mikolka se enfurece al ver que no ha podido acabar con el caballo de un solo golpe.
¡Es duro de pelar! exclama uno de los espectadores.
Ya veréis como cae, amigos: ha llegado su última hora dice otro de los curiosos.
¡Coge un hacha! sugiere un tercero . ¡Hay que acabar de una vez!
¡No decís más que tonterías! brama Mikolka . ¡Dejadme pasar!
Arroja el palo, se inclina, busca de nuevo en el fondo de la carreta y, cuando se pone derecho, se ve en sus manos una barra de hierro.
¡Cuidado! exclama.
Y, con todas sus fuerzas, asesta un tremendo golpe al desdichado animal. El caballo se tambalea, se abate, intenta tirar con un último esfuerzo, pero la barra de hierro vuelve a caer pesadamente sobre su espinazo. El animal se desploma como si le hubieran cortado las cuatro patas de un solo tajo.
¡Acabemos con él! ruge Mikolka como un loco, saltando de la carreta.
Varios jóvenes, tan borrachos y congestionados como él, se arman de lo primero que encuentran látigos, palos, estacas y se arrojan sobre el caballejo agonizante. Mikolka, de pie junto a la víctima, no cesa de golpearla con la barra. El animalito alarga el cuello, exhala un profundo resoplido y muere.
¡Ya está! dice una voz entre la multitud.
Se había empeñado en no galopar.
¡Es mío! exclama Mikolka con la barra en la mano, enrojecidos los ojos y como lamentándose de no tener otra victima a la que golpear.
Desde luego, tú no crees en Dios dicen algunos de los que han presenciado la escena.
El pobre niño está fuera de sí. Lanzando un grito, se abre paso entre la gente y se acerca al caballo muerto. Coge el hocico inmóvil y ensangrentado y lo besa; besa sus labios, sus ojos. Luego da un salto y corre hacia Mikolka blandiendo los puños. En este momento lo encuentra su padre, que lo estaba buscando, y se lo lleva.
Ven, ven le dice . Vámonos a casa.
Papá, ¿por qué han matado a ese pobre caballito? gime Rodia. Alteradas por su entrecortada respiración, sus palabras salen como gritos roncos de su contraída garganta.
Están borrachos responde el padre . Así se divierten. Pero vámonos: aquí no tenemos nada que hacer.
Rodia le rodea con sus brazos. Siente una opresión horrible en el pecho. Hace un esfuerzo por recobrar la respiración, intenta gritar... Se despierta.
Raskolnikov se despertó sudoroso: todo su cuerpo estaba húmedo, empapados sus cabellos. Se levantó horrorizado, jadeante...
¡Bendito sea Dios! exclamó . No ha sido más que un sueño.
El sueño de Raskolnikov
Por
Fedor Dostoyevski
Raskolnikov tuvo un sueño horrible. Volvió a verse en el pueblo donde vivió con su familia cuando era niño. Tiene siete años y pasea con su padre por los alrededores de la pequeña población, ya en pleno campo. Está nublado, el calor es bochornoso, el paisaje es exactamente igual al que él conserva en la memoria. Es más, su sueño le muestra detalles que ya había olvidado. El panorama del pueblo se ofrece enteramente a la vista. Ni un solo árbol, ni siquiera un sauce blanco en los contornos. Únicamente a lo lejos, en el horizonte, en los confines del cielo, por decirlo así, se ve la mancha oscura de un bosque.
A unos cuantos pasos del último jardín de la población hay una taberna, una gran taberna que impresionaba desagradablemente al niño, e incluso lo atemorizaba, cuando pasaba ante ella con su padre. Estaba siempre llena de clientes que vociferaban, reían, se insultaban, cantaban horriblemente, con voces desgarradas, y llegaban muchas veces a las manos. En las cercanías de la taberna vagaban siempre hombres borrachos de caras espantosas...
Y ahora he aquí el sueño.
Va con su padre por el camino que conduce al cementerio. Pasan por delante de la taberna. Sin soltar la mano de su padre, dirige una mirada de horror al establecimiento. Ve una multitud de burguesas endomingadas, campesinas con sus maridos, y toda clase de gente del pueblo. Todos están ebrios; todos cantan. Ante la puerta hay un raro vehículo, una de esas enormes carretas de las que suelen tirar robustos caballos y que se utilizan para el transporte de barriles de vino y toda clase de mercancías. Raskolnikov se deleitaba contemplando estas hermosas bestias de largas crines y recias patas, que, con paso mesurado y natural y sin fatiga alguna arrastraban verdaderas montañas de carga. Incluso se diría que andaban más fácilmente enganchados a estos enormes vehículos que libres.
Pero ahora cosa extraña la pesada carreta tiene entre sus varas un caballejo de una delgadez lastimosa, uno de esos rocines de aldeano que él ha visto muchas veces arrastrando grandes carretadas de madera o de heno y que los mujiks desloman a golpes, llegando a pegarles incluso en la boca y en los ojos cuando los pobres animales se esfuerzan en vano por sacar al vehículo de un atolladero. Este espectáculo llenaba de lágrimas sus ojos cuando era niño y lo presenciaba desde la ventana de su casa, de la que su madre se apresuraba a retirarlo.
De pronto se oye gran algazara en la taberna, de donde se ve salir, entre cantos y gritos, un grupo de corpulentos mujiks embriagados, luciendo camisas rojas y azules, con la balalaika en la mano y la casaca colgada descuidadamente en el hombro.
¡Subid, subid todos! grita un hombre todavía joven, de grueso cuello, cara mofletuda y tez de un rojo de zanahoria . Os llevaré a todos. ¡Subid!
Estas palabras provocan exclamaciones y risas.
¿Creéis que podrá con nosotros ese esmirriado rocín?
¿Has perdido la cabeza, Mikolka? ¡Enganchar una bestezuela así a semejante carreta!
¿No os parece, amigos, que ese caballejo tiene lo menos veinte años?
¡Subid! ¡Os llevaré a todos! vuelve a gritar Mikolka.
Y es el primero que sube a la carreta. Coge las riendas y su corpachón se instala en el pescante.
El caballo bayo dice a grandes voces se lo llevó hace poco Mathiev, y esta bestezuela es una verdadera pesadilla para mí. Me gusta pegarle, palabra de honor. No se gana el pienso que se come. ¡Hala, subid! lo haré galopar, os aseguro que lo haré galopar.
Empuña el látigo y se dispone, con evidente placer, a fustigar al animalito.
Ya lo oís: dice que lo hará galopar. ¡Ánimo y arriba! exclamó una voz burlona entre la multitud.
¿Galopar? Hace lo menos diez meses que este animal no ha galopado.
Por lo menos, os llevará a buena marcha.
¡No lo compadezcáis, amigos! ¡Coged cada uno un látigo! ¡Eso, buenos latigazos es lo que necesita esta calamidad!
Todos suben a la carreta de Mikolka entre bromas y risas. Ya hay seis arriba, y todavía queda espacio libre. En vista de ello, hacen subir a una campesina de cara rubicunda, con muchos bordados en el vestido y muchas cuentas de colores en el tocado. No cesa de partir y comer avellanas entre risas burlonas.
La muchedumbre que rodea a la carreta ríe también. Y, verdaderamente, ¿cómo no reírse ante la idea de que tan escuálido animal pueda llevar al galope semejante carga? Dos de los jóvenes que están en la carreta se proveen de látigos para ayudar a Mikolka. Se oye el grito de U ¡Arre! y el caballo tira con todas sus fuerzas. Pero no sólo no consigue galopar, sino que apenas logra avanzar al paso. Patalea, gime, encorva el lomo bajo la granizada de latigazos. Las risas redoblan en la carreta y entre la multitud que la ve partir. Mikolka se enfurece y se ensaña en la pobre bestia, obstinado en verla galopar.
¡Dejadme subir también a mí, hermanos! grita un joven, seducido por el alegre espectáculo.
¡Sube! ¡Subid! grita Mikolka . ¡Nos llevará a todos! Yo le obligaré a fuerza de golpes... ¡Latigazos! ¡Buenos latigazos!
La rabia le ciega hasta el punto de que ya ni siquiera sabe con qué pegarle para hacerle más daño.
Papá, papaíto exclama Rodia . ¿Por qué hacen eso? ¿Por qué martirizan a ese pobre caballito?
Vámonos, vámonos responde el padre . Están borrachos... Así se divierten, los muy imbéciles... Vámonos..., no mires...
E intenta llevárselo. Pero el niño se desprende de su mano y, fuera de si, corre hacia la carreta. El pobre animal está ya exhausto. Se detiene, jadeante; luego empieza a tirar nuevamente... Está a punto de caer.
¡Pegadle hasta matarlo! ruge Mikolka . ¡Eso es lo que hay que hacer! ¡Yo os ayudo!
¡Tú no eres cristiano: eres un demonio! grita un viejo entre la multitud.
Y otra voz añade:
¿Dónde se ha visto enganchar a un animalito así a una carreta como ésa?
¡Lo vas a matar! vocifera un tercero.
¡Id al diablo! El animal es mío y puedo hacer con él lo que me dé la gana. ¡Subid, subid todos! ¡He de hacerlo galopar!
De súbito, un coro de carcajadas ahoga la voz de Mikolka. El animal, aunque medio muerto por la lluvia de golpes, ha perdido la paciencia y ha empezado a cocear. Hasta el viejo, sin poder contenerse, participa de la alegría general. En verdad, la cosa no es para menos: ¡dar coces un caballo que apenas se sostiene sobre sus patas...!
Dos mozos se destacan de la masa de espectadores, empuñan cada uno un látigo y empiezan a golpear al pobre animal, uno por la derecha y otro por la izquierda.
Pegadle en el hocico, en los ojos, ¡dadle fuerte en los ojos! vocifera Mikolka.
¡Cantemos una canción, camaradas! dice una voz en la carreta . El estribillo tenéis que repetirlo todos.
Los mujiks entonan una canción grosera acompañados por un tamboril. El estribillo se silba. La campesina sigue partiendo avellanas y riendo con sorna.
Rodia se acerca al caballo y se coloca delante de él. Así puede ver cómo le pegan en los ojos..., ¡en los ojos...! Llora. El corazón se le contrae. Ruedan sus lágrimas. Uno de los verdugos le roza la cara con el látigo. Él ni siquiera se da cuenta. Se retuerce las manos, grita, corre hacia el viejo de barba blanca, que sacude la cabeza y parece condenar el espectáculo. Una mujer lo coge de la mano y se lo quiere llevar. Pero él se escapa y vuelve al lado del caballo, que, aunque ha llegado al límite de sus fuerzas, intenta aún cocear.
¡El diablo te lleve! vocifera Mikolka, ciego de ira.
Arroja el látigo, se inclina y coge del fondo de la carreta un grueso palo. Sosteniéndolo con las dos manos por un extremo, lo levanta penosamente sobre el lomo de la víctima.
¡Lo vas a matar! grita uno de los espectadores.
Seguro que lo mata dice otro.
¿Acaso no es mío? ruge Mikolka.
Y golpea al animal con todas sus fuerzas. Se oye un ruido seco.
¡Sigue! ¡Sigue! ¿Qué esperas? gritan varias voces entre la multitud.
Mikolka vuelve a levantar el palo y descarga un segundo golpe en el lomo de la pobre bestia. El animal se contrae; su cuarto trasero se hunde bajo la violencia del golpe; después da un salto y empieza a tirar con todo el resto de sus fuerzas. Su propósito es huir del martirio, pero por todas partes encuentra los látigos de sus seis verdugos. El palo se levanta de nuevo y cae por tercera vez, luego por cuarta, de un modo regular. Mikolka se enfurece al ver que no ha podido acabar con el caballo de un solo golpe.
¡Es duro de pelar! exclama uno de los espectadores.
Ya veréis como cae, amigos: ha llegado su última hora dice otro de los curiosos.
¡Coge un hacha! sugiere un tercero . ¡Hay que acabar de una vez!
¡No decís más que tonterías! brama Mikolka . ¡Dejadme pasar!
Arroja el palo, se inclina, busca de nuevo en el fondo de la carreta y, cuando se pone derecho, se ve en sus manos una barra de hierro.
¡Cuidado! exclama.
Y, con todas sus fuerzas, asesta un tremendo golpe al desdichado animal. El caballo se tambalea, se abate, intenta tirar con un último esfuerzo, pero la barra de hierro vuelve a caer pesadamente sobre su espinazo. El animal se desploma como si le hubieran cortado las cuatro patas de un solo tajo.
¡Acabemos con él! ruge Mikolka como un loco, saltando de la carreta.
Varios jóvenes, tan borrachos y congestionados como él, se arman de lo primero que encuentran látigos, palos, estacas y se arrojan sobre el caballejo agonizante. Mikolka, de pie junto a la víctima, no cesa de golpearla con la barra. El animalito alarga el cuello, exhala un profundo resoplido y muere.
¡Ya está! dice una voz entre la multitud.
Se había empeñado en no galopar.
¡Es mío! exclama Mikolka con la barra en la mano, enrojecidos los ojos y como lamentándose de no tener otra victima a la que golpear.
Desde luego, tú no crees en Dios dicen algunos de los que han presenciado la escena.
El pobre niño está fuera de sí. Lanzando un grito, se abre paso entre la gente y se acerca al caballo muerto. Coge el hocico inmóvil y ensangrentado y lo besa; besa sus labios, sus ojos. Luego da un salto y corre hacia Mikolka blandiendo los puños. En este momento lo encuentra su padre, que lo estaba buscando, y se lo lleva.
Ven, ven le dice . Vámonos a casa.
Papá, ¿por qué han matado a ese pobre caballito? gime Rodia. Alteradas por su entrecortada respiración, sus palabras salen como gritos roncos de su contraída garganta.
Están borrachos responde el padre . Así se divierten. Pero vámonos: aquí no tenemos nada que hacer.
Rodia le rodea con sus brazos. Siente una opresión horrible en el pecho. Hace un esfuerzo por recobrar la respiración, intenta gritar... Se despierta.
Raskolnikov se despertó sudoroso: todo su cuerpo estaba húmedo, empapados sus cabellos. Se levantó horrorizado, jadeante...
¡Bendito sea Dios! exclamó . No ha sido más que un sueño.o. Está nublado, el calor es bochornoso, el paisaje es exactamente igual al que él conserva en la memoria. Es más, su sueño le muestra detalles que ya había olvidado. El panorama del pueblo se ofrece enteramente a la vista. Ni un solo árbol, ni siquiera un sauce blanco en los contornos. Únicamente a lo lejos, en el horizonte, en los confines del cielo, por decirlo así, se ve la mancha oscura de un bosque.
A unos cuantos pasos del último jardín de la población hay una taberna, una gran taberna que impresionaba desagradablemente al niño, e incluso lo atemorizaba, cuando pasaba ante ella con su padre. Estaba siempre llena de clientes que vociferaban, reían, se insultaban, cantaban horriblemente, con voces desgarradas, y llegaban muchas veces a las manos. En las cercanías de la taberna vagaban siempre hombres borrachos de caras espantosas. Cuando el niño los veía, se apretaba convulsivamente contra su padre y temblaba de pies a cabeza. No lejos de allí pasaba un estrecho camino eternamente polvoriento. ¡Qué negro era aquel polvo! El camino era tortuoso y, a unos trescientos pasos de la taberna, se desviaba hacia la derecha y contorneaba el cementerio.
En medio del cementerio se alzaba una iglesia de piedra, de cúpula verde. El niño la visitaba dos veces al año en compañía de su padre y de su madre para oír la misa que se celebraba por el descanso de su abuela, muerta hacía ya mucho tiempo y a la que no había conocido. La familia llevaba siempre, en un plato envuelto con una servilleta, el pastel de los muertos, sobre el que había una cruz formada con pasas. Raskolnikov adoraba esta iglesia, sus viejas imágenes desprovistas de adornos, y también a su viejo sacerdote de cabeza temblorosa. Cerca de la lápida de su abuela había una pequeña tumba, la de su hermano menor, muerto a los seis meses y del que no podía acordarse porque no lo había conocido. Si sabía que había tenido un hermano era porque se lo habían dicho. Y cada vez que iba al cementerio, se santiguaba piadosamente ante la pequeña tumba, se inclinaba con respeto y la besaba.
Y ahora he aquí el sueño.
Va con su padre por el camino que conduce al cementerio. Pasan por delante de la taberna. Sin soltar la mano de su padre, dirige una mirada de horror al establecimiento. Ve una multitud de burguesas endomingadas, campesinas con sus maridos, y toda clase de gente del pueblo. Todos están ebrios; todos cantan. Ante la puerta hay un raro vehículo, una de esas enormes carretas de las que suelen tirar robustos caballos y que se utilizan para el transporte de barriles de vino y toda clase de mercancías. Raskolnikov se deleitaba contemplando estas hermosas bestias de largas crines y recias patas, que, con paso mesurado y natural y sin fatiga alguna arrastraban verdaderas montañas de carga. Incluso se diría que andaban más fácilmente enganchados a estos enormes vehículos que libres.
Pero ahora cosa extraña la pesada carreta tiene entre sus varas un caballejo de una delgadez lastimosa, uno de esos rocines de aldeano que él ha visto muchas veces arrastrando grandes carretadas de madera o de heno y que los mujiks desloman a golpes, llegando a pegarles incluso en la boca y en los ojos cuando los pobres animales se esfuerzan en vano por sacar al vehículo de un atolladero. Este espectáculo llenaba de lágrimas sus ojos cuando era niño y lo presenciaba desde la ventana de su casa, de la que su madre se apresuraba a retirarlo.
De pronto se oye gran algazara en la taberna, de donde se ve salir, entre cantos y gritos, un grupo de corpulentos mujiks embriagados, luciendo camisas rojas y azules, con la balalaika en la mano y la casaca colgada descuidadamente en el hombro.
¡Subid, subid todos! grita un hombre todavía joven, de grueso cuello, cara mofletuda y tez de un rojo de zanahoria . Os llevaré a todos. ¡Subid!
Estas palabras provocan exclamaciones y risas.
¿Creéis que podrá con nosotros ese esmirriado rocín?
¿Has perdido la cabeza, Mikolka? ¡Enganchar una bestezuela así a semejante carreta!
¿No os parece, amigos, que ese caballejo tiene lo menos veinte años?
¡Subid! ¡Os llevaré a todos! vuelve a gritar Mikolka.
Y es el primero que sube a la carreta. Coge las riendas y su corpachón se instala en el pescante.
El caballo bayo dice a grandes voces se lo llevó hace poco Mathiev, y esta bestezuela es una verdadera pesadilla para mí. Me gusta pegarle, palabra de honor. No se gana el pienso que se come. ¡Hala, subid! lo haré galopar, os aseguro que lo haré galopar.
Empuña el látigo y se dispone, con evidente placer, a fustigar al animalito.
Ya lo oís: dice que lo hará galopar. ¡Ánimo y arriba! exclamó una voz burlona entre la multitud.
¿Galopar? Hace lo menos diez meses que este animal no ha galopado.
Por lo menos, os llevará a buena marcha.
¡No lo compadezcáis, amigos! ¡Coged cada uno un látigo! ¡Eso, buenos latigazos es lo que necesita esta calamidad!
Todos suben a la carreta de Mikolka entre bromas y risas. Ya hay seis arriba, y todavía queda espacio libre. En vista de ello, hacen subir a una campesina de cara rubicunda, con muchos bordados en el vestido y muchas cuentas de colores en el tocado. No cesa de partir y comer avellanas entre risas burlonas.
La muchedumbre que rodea a la carreta ríe también. Y, verdaderamente, ¿cómo no reírse ante la idea de que tan escuálido animal pueda llevar al galope semejante carga? Dos de los jóvenes que están en la carreta se proveen de látigos para ayudar a Mikolka. Se oye el grito de U ¡Arre! y el caballo tira con todas sus fuerzas. Pero no sólo no consigue galopar, sino que apenas logra avanzar al paso. Patalea, gime, encorva el lomo bajo la granizada de latigazos. Las risas redoblan en la carreta y entre la multitud que la ve partir. Mikolka se enfurece y se ensaña en la pobre bestia, obstinado en verla galopar.
¡Dejadme subir también a mí, hermanos! grita un joven, seducido por el alegre espectáculo.
¡Sube! ¡Subid! grita Mikolka . ¡Nos llevará a todos! Yo le obligaré a fuerza de golpes... ¡Latigazos! ¡Buenos latigazos!
La rabia le ciega hasta el punto de que ya ni siquiera sabe con qué pegarle para hacerle más daño.
Papá, papaíto exclama Rodia . ¿Por qué hacen eso? ¿Por qué martirizan a ese pobre caballito?
Vámonos, vámonos responde el padre . Están borrachos... Así se divierten, los muy imbéciles... Vámonos..., no mires...
E intenta llevárselo. Pero el niño se desprende de su mano y, fuera de si, corre hacia la carreta. El pobre animal está ya exhausto. Se detiene, jadeante; luego empieza a tirar nuevamente... Está a punto de caer.
¡Pegadle hasta matarlo! ruge Mikolka . ¡Eso es lo que hay que hacer! ¡Yo os ayudo!
¡Tú no eres cristiano: eres un demonio! grita un viejo entre la multitud.
Y otra voz añade:
¿Dónde se ha visto enganchar a un animalito así a una carreta como ésa?
¡Lo vas a matar! vocifera un tercero.
¡Id al diablo! El animal es mío y puedo hacer con él lo que me dé la gana. ¡Subid, subid todos! ¡He de hacerlo galopar!
De súbito, un coro de carcajadas ahoga la voz de Mikolka. El animal, aunque medio muerto por la lluvia de golpes, ha perdido la paciencia y ha empezado a cocear. Hasta el viejo, sin poder contenerse, participa de la alegría general. En verdad, la cosa no es para menos: ¡dar coces un caballo que apenas se sostiene sobre sus patas...!
Dos mozos se destacan de la masa de espectadores, empuñan cada uno un látigo y empiezan a golpear al pobre animal, uno por la derecha y otro por la izquierda.
Pegadle en el hocico, en los ojos, ¡dadle fuerte en los ojos! vocifera Mikolka.
¡Cantemos una canción, camaradas! dice una voz en la carreta . El estribillo tenéis que repetirlo todos.
Los mujiks entonan una canción grosera acompañados por un tamboril. El estribillo se silba. La campesina sigue partiendo avellanas y riendo con sorna.
Rodia se acerca al caballo y se coloca delante de él. Así puede ver cómo le pegan en los ojos..., ¡en los ojos...! Llora. El corazón se le contrae. Ruedan sus lágrimas. Uno de los verdugos le roza la cara con el látigo. Él ni siquiera se da cuenta. Se retuerce las manos, grita, corre hacia el viejo de barba blanca, que sacude la cabeza y parece condenar el espectáculo. Una mujer lo coge de la mano y se lo quiere llevar. Pero él se escapa y vuelve al lado del caballo, que, aunque ha llegado al límite de sus fuerzas, intenta aún cocear.
¡El diablo te lleve! vocifera Mikolka, ciego de ira.
Arroja el látigo, se inclina y coge del fondo de la carreta un grueso palo. Sosteniéndolo con las dos manos por un extremo, lo levanta penosamente sobre el lomo de la víctima.
¡Lo vas a matar! grita uno de los espectadores.
Seguro que lo mata dice otro.
¿Acaso no es mío? ruge Mikolka.
Y golpea al animal con todas sus fuerzas. Se oye un ruido seco.
¡Sigue! ¡Sigue! ¿Qué esperas? gritan varias voces entre la multitud.
Mikolka vuelve a levantar el palo y descarga un segundo golpe en el lomo de la pobre bestia. El animal se contrae; su cuarto trasero se hunde bajo la violencia del golpe; después da un salto y empieza a tirar con todo el resto de sus fuerzas. Su propósito es huir del martirio, pero por todas partes encuentra los látigos de sus seis verdugos. El palo se levanta de nuevo y cae por tercera vez, luego por cuarta, de un modo regular. Mikolka se enfurece al ver que no ha podido acabar con el caballo de un solo golpe.
¡Es duro de pelar! exclama uno de los espectadores.
Ya veréis como cae, amigos: ha llegado su última hora dice otro de los curiosos.
¡Coge un hacha! sugiere un tercero . ¡Hay que acabar de una vez!
¡No decís más que tonterías! brama Mikolka . ¡Dejadme pasar!
Arroja el palo, se inclina, busca de nuevo en el fondo de la carreta y, cuando se pone derecho, se ve en sus manos una barra de hierro.
¡Cuidado! exclama.
Y, con todas sus fuerzas, asesta un tremendo golpe al desdichado animal. El caballo se tambalea, se abate, intenta tirar con un último esfuerzo, pero la barra de hierro vuelve a caer pesadamente sobre su espinazo. El animal se desploma como si le hubieran cortado las cuatro patas de un solo tajo.
¡Acabemos con él! ruge Mikolka como un loco, saltando de la carreta.
Varios jóvenes, tan borrachos y congestionados como él, se arman de lo primero que encuentran látigos, palos, estacas y se arrojan sobre el caballejo agonizante. Mikolka, de pie junto a la víctima, no cesa de golpearla con la barra. El animalito alarga el cuello, exhala un profundo resoplido y muere.
¡Ya está! dice una voz entre la multitud.
Se había empeñado en no galopar.
¡Es mío! exclama Mikolka con la barra en la mano, enrojecidos los ojos y como lamentándose de no tener otra victima a la que golpear.
Desde luego, tú no crees en Dios dicen algunos de los que han presenciado la escena.
El pobre niño está fuera de sí. Lanzando un grito, se abre paso entre la gente y se acerca al caballo muerto. Coge el hocico inmóvil y ensangrentado y lo besa; besa sus labios, sus ojos. Luego da un salto y corre hacia Mikolka blandiendo los puños. En este momento lo encuentra su padre, que lo estaba buscando, y se lo lleva.
Ven, ven le dice . Vámonos a casa.
Papá, ¿por qué han matado a ese pobre caballito? gime Rodia. Alteradas por su entrecortada respiración, sus palabras salen como gritos roncos de su contraída garganta.
Están borrachos responde el padre . Así se divierten. Pero vámonos: aquí no tenemos nada que hacer.
Rodia le rodea con sus brazos. Siente una opresión horrible en el pecho. Hace un esfuerzo por recobrar la respiración, intenta gritar... Se despierta.
Raskolnikov se despertó sudoroso: todo su cuerpo estaba húmedo, empapados sus cabellos. Se levantó horrorizado, jadeante...
¡Bendito sea Dios! exclamó . No ha sido más que un sueño.
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