Extracto de la gran novela del autor ruso, "Crimen y Castigo".
El sueño de
Raskolnikov
Por
Fedor Dostoyevski
Raskolnikov tuvo un
sueño horrible. Volvió a verse en el pueblo donde vivió con su familia cuando
era niño. Tiene siete años y pasea con su padre por los alrededores de la
pequeña población, ya en pleno campo. Está nublado, el calor es bochornoso, el
paisaje es exactamente igual al que él conserva en la memoria. Es más, su sueño
le muestra detalles que ya había olvidado. El panorama del pueblo se ofrece
enteramente a la vista. Ni un solo árbol, ni siquiera un sauce blanco en los
contornos. Únicamente a lo lejos, en el horizonte, en los confines del cielo,
por decirlo así, se ve la mancha oscura de un bosque.
A unos cuantos
pasos del último jardín de la población hay una taberna, una gran taberna que
impresionaba desagradablemente al niño, e incluso lo atemorizaba, cuando pasaba
ante ella con su padre. Estaba siempre llena de clientes que vociferaban,
reían, se insultaban, cantaban horriblemente, con voces desgarradas, y llegaban
muchas veces a las manos. En las cercanías de la taberna vagaban siempre
hombres borrachos de caras espantosas...
Y ahora he aquí el
sueño.
Va con su padre por
el camino que conduce al cementerio. Pasan por delante de la taberna. Sin
soltar la mano de su padre, dirige una mirada de horror al establecimiento. Ve
una multitud de burguesas endomingadas, campesinas con sus maridos, y toda
clase de gente del pueblo. Todos están ebrios; todos cantan. Ante la puerta hay
un raro vehículo, una de esas enormes carretas de las que suelen tirar robustos
caballos y que se utilizan para el transporte de barriles de vino y toda clase
de mercancías. Raskolnikov se deleitaba contemplando estas hermosas bestias de largas
crines y recias patas, que, con paso mesurado y natural y sin fatiga alguna
arrastraban verdaderas montañas de carga. Incluso se diría que andaban más
fácilmente enganchados a estos enormes vehículos que libres.
Pero ahora cosa
extraña la pesada carreta tiene entre sus varas un caballejo de una delgadez
lastimosa, uno de esos rocines de aldeano que él ha visto muchas veces
arrastrando grandes carretadas de madera o de heno y que los mujiks desloman a
golpes, llegando a pegarles incluso en la boca y en los ojos cuando los pobres
animales se esfuerzan en vano por sacar al vehículo de un atolladero. Este
espectáculo llenaba de lágrimas sus ojos cuando era niño y lo presenciaba desde
la ventana de su casa, de la que su madre se apresuraba a retirarlo.
De pronto se oye
gran algazara en la taberna, de donde se ve salir, entre cantos y gritos, un
grupo de corpulentos mujiks embriagados, luciendo camisas rojas y azules, con
la balalaika en la mano y la casaca colgada descuidadamente en el hombro.
¡Subid, subid
todos! grita un hombre todavía joven, de grueso cuello, cara mofletuda y tez de
un rojo de zanahoria . Os llevaré a todos. ¡Subid!
Estas palabras
provocan exclamaciones y risas.
¿Creéis que podrá
con nosotros ese esmirriado rocín?
¿Has perdido la
cabeza, Mikolka? ¡Enganchar una bestezuela así a semejante carreta!
¿No os parece,
amigos, que ese caballejo tiene lo menos veinte años?
¡Subid! ¡Os llevaré
a todos! vuelve a gritar Mikolka.
Y es el primero que
sube a la carreta. Coge las riendas y su corpachón se instala en el pescante.
El caballo bayo
dice a grandes voces se lo llevó hace poco Mathiev, y esta bestezuela es una
verdadera pesadilla para mí. Me gusta pegarle, palabra de honor. No se gana el
pienso que se come. ¡Hala, subid! lo haré galopar, os aseguro que lo haré
galopar.
Empuña el látigo y
se dispone, con evidente placer, a fustigar al animalito.
Ya lo oís: dice que
lo hará galopar. ¡Ánimo y arriba! exclamó una voz burlona entre la multitud.
¿Galopar? Hace lo
menos diez meses que este animal no ha galopado.
Por lo menos, os
llevará a buena marcha.
¡No lo
compadezcáis, amigos! ¡Coged cada uno un látigo! ¡Eso, buenos latigazos es lo
que necesita esta calamidad!
Todos suben a la
carreta de Mikolka entre bromas y risas. Ya hay seis arriba, y todavía queda
espacio libre. En vista de ello, hacen subir a una campesina de cara rubicunda,
con muchos bordados en el vestido y muchas cuentas de colores en el tocado. No
cesa de partir y comer avellanas entre risas burlonas.
La muchedumbre que
rodea a la carreta ríe también. Y, verdaderamente, ¿cómo no reírse ante la idea
de que tan escuálido animal pueda llevar al galope semejante carga? Dos de los
jóvenes que están en la carreta se proveen de látigos para ayudar a Mikolka. Se
oye el grito de U ¡Arre! y el caballo tira con todas sus fuerzas. Pero no sólo
no consigue galopar, sino que apenas logra avanzar al paso. Patalea, gime,
encorva el lomo bajo la granizada de latigazos. Las risas redoblan en la
carreta y entre la multitud que la ve partir. Mikolka se enfurece y se ensaña
en la pobre bestia, obstinado en verla galopar.
¡Dejadme subir
también a mí, hermanos! grita un joven, seducido por el alegre espectáculo.
¡Sube! ¡Subid!
grita Mikolka . ¡Nos llevará a todos! Yo le obligaré a fuerza de golpes...
¡Latigazos! ¡Buenos latigazos!
La rabia le ciega
hasta el punto de que ya ni siquiera sabe con qué pegarle para hacerle más daño.
Papá, papaíto
exclama Rodia . ¿Por qué hacen eso? ¿Por qué martirizan a ese pobre caballito?
Vámonos, vámonos
responde el padre . Están borrachos... Así se divierten, los muy imbéciles...
Vámonos..., no mires...
E intenta
llevárselo. Pero el niño se desprende de su mano y, fuera de si, corre hacia la
carreta. El pobre animal está ya exhausto. Se detiene, jadeante; luego empieza
a tirar nuevamente... Está a punto de caer.
¡Pegadle hasta
matarlo! ruge Mikolka . ¡Eso es lo que hay que hacer! ¡Yo os ayudo!
¡Tú no eres
cristiano: eres un demonio! grita un viejo entre la multitud.
Y otra voz añade:
¿Dónde se ha visto
enganchar a un animalito así a una carreta como ésa?
¡Lo vas a matar!
vocifera un tercero.
¡Id al diablo! El
animal es mío y puedo hacer con él lo que me dé la gana. ¡Subid, subid todos!
¡He de hacerlo galopar!
De súbito, un coro
de carcajadas ahoga la voz de Mikolka. El animal, aunque medio muerto por la
lluvia de golpes, ha perdido la paciencia y ha empezado a cocear. Hasta el
viejo, sin poder contenerse, participa de la alegría general. En verdad, la
cosa no es para menos: ¡dar coces un caballo que apenas se sostiene sobre sus
patas...!
Dos mozos se
destacan de la masa de espectadores, empuñan cada uno un látigo y empiezan a
golpear al pobre animal, uno por la derecha y otro por la izquierda.
Pegadle en el
hocico, en los ojos, ¡dadle fuerte en los ojos! vocifera Mikolka.
¡Cantemos una
canción, camaradas! dice una voz en la carreta . El estribillo tenéis que
repetirlo todos.
Los mujiks entonan
una canción grosera acompañados por un tamboril. El estribillo se silba. La
campesina sigue partiendo avellanas y riendo con sorna.
Rodia se acerca al
caballo y se coloca delante de él. Así puede ver cómo le pegan en los ojos...,
¡en los ojos...! Llora. El corazón se le contrae. Ruedan sus lágrimas. Uno de
los verdugos le roza la cara con el látigo. Él ni siquiera se da cuenta. Se
retuerce las manos, grita, corre hacia el viejo de barba blanca, que sacude la
cabeza y parece condenar el espectáculo. Una mujer lo coge de la mano y se lo
quiere llevar. Pero él se escapa y vuelve al lado del caballo, que, aunque ha
llegado al límite de sus fuerzas, intenta aún cocear.
¡El diablo te
lleve! vocifera Mikolka, ciego de ira.
Arroja el látigo,
se inclina y coge del fondo de la carreta un grueso palo. Sosteniéndolo con las
dos manos por un extremo, lo levanta penosamente sobre el lomo de la víctima.
¡Lo vas a matar!
grita uno de los espectadores.
Seguro que lo mata
dice otro.
¿Acaso no es mío?
ruge Mikolka.
Y golpea al animal
con todas sus fuerzas. Se oye un ruido seco.
¡Sigue! ¡Sigue!
¿Qué esperas? gritan varias voces entre la multitud.
Mikolka vuelve a
levantar el palo y descarga un segundo golpe en el lomo de la pobre bestia. El
animal se contrae; su cuarto trasero se hunde bajo la violencia del golpe;
después da un salto y empieza a tirar con todo el resto de sus fuerzas. Su
propósito es huir del martirio, pero por todas partes encuentra los látigos de
sus seis verdugos. El palo se levanta de nuevo y cae por tercera vez, luego por
cuarta, de un modo regular. Mikolka se enfurece al ver que no ha podido acabar
con el caballo de un solo golpe.
¡Es duro de pelar!
exclama uno de los espectadores.
Ya veréis como cae,
amigos: ha llegado su última hora dice otro de los curiosos.
¡Coge un hacha!
sugiere un tercero . ¡Hay que acabar de una vez!
¡No decís más que
tonterías! brama Mikolka . ¡Dejadme pasar!
Arroja el palo, se
inclina, busca de nuevo en el fondo de la carreta y, cuando se pone derecho, se
ve en sus manos una barra de hierro.
¡Cuidado! exclama.
Y, con todas sus
fuerzas, asesta un tremendo golpe al desdichado animal. El caballo se tambalea,
se abate, intenta tirar con un último esfuerzo, pero la barra de hierro vuelve
a caer pesadamente sobre su espinazo. El animal se desploma como si le hubieran
cortado las cuatro patas de un solo tajo.
¡Acabemos con él!
ruge Mikolka como un loco, saltando de la carreta.
Varios jóvenes, tan
borrachos y congestionados como él, se arman de lo primero que encuentran
látigos, palos, estacas y se arrojan sobre el caballejo agonizante. Mikolka, de
pie junto a la víctima, no cesa de golpearla con la barra. El animalito alarga
el cuello, exhala un profundo resoplido y muere.
¡Ya está! dice una
voz entre la multitud.
Se había empeñado
en no galopar.
¡Es mío! exclama
Mikolka con la barra en la mano, enrojecidos los ojos y como lamentándose de no
tener otra victima a la que golpear.
Desde luego, tú no
crees en Dios dicen algunos de los que han presenciado la escena.
El pobre niño está
fuera de sí. Lanzando un grito, se abre paso entre la gente y se acerca al
caballo muerto. Coge el hocico inmóvil y ensangrentado y lo besa; besa sus
labios, sus ojos. Luego da un salto y corre hacia Mikolka blandiendo los puños.
En este momento lo encuentra su padre, que lo estaba buscando, y se lo lleva.
Ven, ven le dice .
Vámonos a casa.
Papá, ¿por qué han
matado a ese pobre caballito? gime Rodia. Alteradas por su entrecortada
respiración, sus palabras salen como gritos roncos de su contraída garganta.
Están borrachos
responde el padre . Así se divierten. Pero vámonos: aquí no tenemos nada que
hacer.
Rodia le rodea con
sus brazos. Siente una opresión horrible en el pecho. Hace un esfuerzo por
recobrar la respiración, intenta gritar... Se despierta.
Raskolnikov se
despertó sudoroso: todo su cuerpo estaba húmedo, empapados sus cabellos. Se
levantó horrorizado, jadeante...
¡Bendito sea Dios!
exclamó . No ha sido más que un sueño.o. Está nublado, el
calor es bochornoso, el paisaje es exactamente igual al que él conserva en la
memoria. Es más, su sueño le muestra detalles que ya había olvidado. El
panorama del pueblo se ofrece enteramente a la vista. Ni un solo árbol, ni
siquiera un sauce blanco en los contornos. Únicamente a lo lejos, en el
horizonte, en los confines del cielo, por decirlo así, se ve la mancha oscura
de un bosque.
A unos cuantos
pasos del último jardín de la población hay una taberna, una gran taberna que
impresionaba desagradablemente al niño, e incluso lo atemorizaba, cuando pasaba
ante ella con su padre. Estaba siempre llena de clientes que vociferaban,
reían, se insultaban, cantaban horriblemente, con voces desgarradas, y llegaban
muchas veces a las manos. En las cercanías de la taberna vagaban siempre
hombres borrachos de caras espantosas. Cuando el niño los veía, se apretaba
convulsivamente contra su padre y temblaba de pies a cabeza. No lejos de allí
pasaba un estrecho camino eternamente polvoriento. ¡Qué negro era aquel polvo!
El camino era tortuoso y, a unos trescientos pasos de la taberna, se desviaba
hacia la derecha y contorneaba el cementerio.
En medio del
cementerio se alzaba una iglesia de piedra, de cúpula verde. El niño la
visitaba dos veces al año en compañía de su padre y de su madre para oír la
misa que se celebraba por el descanso de su abuela, muerta hacía ya mucho
tiempo y a la que no había conocido. La familia llevaba siempre, en un plato
envuelto con una servilleta, el pastel de los muertos, sobre el que había una
cruz formada con pasas. Raskolnikov adoraba esta iglesia, sus viejas imágenes
desprovistas de adornos, y también a su viejo sacerdote de cabeza temblorosa.
Cerca de la lápida de su abuela había una pequeña tumba, la de su hermano
menor, muerto a los seis meses y del que no podía acordarse porque no lo había
conocido. Si sabía que había tenido un hermano era porque se lo habían dicho. Y
cada vez que iba al cementerio, se santiguaba piadosamente ante la pequeña
tumba, se inclinaba con respeto y la besaba.
Y ahora he aquí el
sueño.
Va con su padre por
el camino que conduce al cementerio. Pasan por delante de la taberna. Sin
soltar la mano de su padre, dirige una mirada de horror al establecimiento. Ve
una multitud de burguesas endomingadas, campesinas con sus maridos, y toda
clase de gente del pueblo. Todos están ebrios; todos cantan. Ante la puerta hay
un raro vehículo, una de esas enormes carretas de las que suelen tirar robustos
caballos y que se utilizan para el transporte de barriles de vino y toda clase
de mercancías. Raskolnikov se deleitaba contemplando estas hermosas bestias de
largas crines y recias patas, que, con paso mesurado y natural y sin fatiga
alguna arrastraban verdaderas montañas de carga. Incluso se diría que andaban
más fácilmente enganchados a estos enormes vehículos que libres.
Pero ahora cosa
extraña la pesada carreta tiene entre sus varas un caballejo de una delgadez lastimosa,
uno de esos rocines de aldeano que él ha visto muchas veces arrastrando grandes
carretadas de madera o de heno y que los mujiks desloman a golpes, llegando a
pegarles incluso en la boca y en los ojos cuando los pobres animales se
esfuerzan en vano por sacar al vehículo de un atolladero. Este espectáculo
llenaba de lágrimas sus ojos cuando era niño y lo presenciaba desde la ventana
de su casa, de la que su madre se apresuraba a retirarlo.
De pronto se oye
gran algazara en la taberna, de donde se ve salir, entre cantos y gritos, un
grupo de corpulentos mujiks embriagados, luciendo camisas rojas y azules, con
la balalaika en la mano y la casaca colgada descuidadamente en el hombro.
¡Subid, subid
todos! grita un hombre todavía joven, de grueso cuello, cara mofletuda y tez de
un rojo de zanahoria . Os llevaré a todos. ¡Subid!
Estas palabras
provocan exclamaciones y risas.
¿Creéis que podrá
con nosotros ese esmirriado rocín?
¿Has perdido la
cabeza, Mikolka? ¡Enganchar una bestezuela así a semejante carreta!
¿No os parece,
amigos, que ese caballejo tiene lo menos veinte años?
¡Subid! ¡Os llevaré
a todos! vuelve a gritar Mikolka.
Y es el primero que
sube a la carreta. Coge las riendas y su corpachón se instala en el pescante.
El caballo bayo
dice a grandes voces se lo llevó hace poco Mathiev, y esta bestezuela es una
verdadera pesadilla para mí. Me gusta pegarle, palabra de honor. No se gana el
pienso que se come. ¡Hala, subid! lo haré galopar, os aseguro que lo haré
galopar.
Empuña el látigo y
se dispone, con evidente placer, a fustigar al animalito.
Ya lo oís: dice que
lo hará galopar. ¡Ánimo y arriba! exclamó una voz burlona entre la multitud.
¿Galopar? Hace lo
menos diez meses que este animal no ha galopado.
Por lo menos, os
llevará a buena marcha.
¡No lo
compadezcáis, amigos! ¡Coged cada uno un látigo! ¡Eso, buenos latigazos es lo
que necesita esta calamidad!
Todos suben a la
carreta de Mikolka entre bromas y risas. Ya hay seis arriba, y todavía queda
espacio libre. En vista de ello, hacen subir a una campesina de cara rubicunda,
con muchos bordados en el vestido y muchas cuentas de colores en el tocado. No
cesa de partir y comer avellanas entre risas burlonas.
La muchedumbre que
rodea a la carreta ríe también. Y, verdaderamente, ¿cómo no reírse ante la idea
de que tan escuálido animal pueda llevar al galope semejante carga? Dos de los
jóvenes que están en la carreta se proveen de látigos para ayudar a Mikolka. Se
oye el grito de U ¡Arre! y el caballo tira con todas sus fuerzas. Pero no sólo
no consigue galopar, sino que apenas logra avanzar al paso. Patalea, gime,
encorva el lomo bajo la granizada de latigazos. Las risas redoblan en la
carreta y entre la multitud que la ve partir. Mikolka se enfurece y se ensaña
en la pobre bestia, obstinado en verla galopar.
¡Dejadme subir
también a mí, hermanos! grita un joven, seducido por el alegre espectáculo.
¡Sube! ¡Subid!
grita Mikolka . ¡Nos llevará a todos! Yo le obligaré a fuerza de golpes...
¡Latigazos! ¡Buenos latigazos!
La rabia le ciega
hasta el punto de que ya ni siquiera sabe con qué pegarle para hacerle más daño.
Papá, papaíto
exclama Rodia . ¿Por qué hacen eso? ¿Por qué martirizan a ese pobre caballito?
Vámonos, vámonos
responde el padre . Están borrachos... Así se divierten, los muy imbéciles...
Vámonos..., no mires...
E intenta
llevárselo. Pero el niño se desprende de su mano y, fuera de si, corre hacia la
carreta. El pobre animal está ya exhausto. Se detiene, jadeante; luego empieza
a tirar nuevamente... Está a punto de caer.
¡Pegadle hasta
matarlo! ruge Mikolka . ¡Eso es lo que hay que hacer! ¡Yo os ayudo!
¡Tú no eres
cristiano: eres un demonio! grita un viejo entre la multitud.
Y otra voz añade:
¿Dónde se ha visto
enganchar a un animalito así a una carreta como ésa?
¡Lo vas a matar!
vocifera un tercero.
¡Id al diablo! El
animal es mío y puedo hacer con él lo que me dé la gana. ¡Subid, subid todos!
¡He de hacerlo galopar!
De súbito, un coro
de carcajadas ahoga la voz de Mikolka. El animal, aunque medio muerto por la
lluvia de golpes, ha perdido la paciencia y ha empezado a cocear. Hasta el
viejo, sin poder contenerse, participa de la alegría general. En verdad, la
cosa no es para menos: ¡dar coces un caballo que apenas se sostiene sobre sus
patas...!
Dos mozos se
destacan de la masa de espectadores, empuñan cada uno un látigo y empiezan a
golpear al pobre animal, uno por la derecha y otro por la izquierda.
Pegadle en el
hocico, en los ojos, ¡dadle fuerte en los ojos! vocifera Mikolka.
¡Cantemos una
canción, camaradas! dice una voz en la carreta . El estribillo tenéis que
repetirlo todos.
Los mujiks entonan
una canción grosera acompañados por un tamboril. El estribillo se silba. La
campesina sigue partiendo avellanas y riendo con sorna.
Rodia se acerca al
caballo y se coloca delante de él. Así puede ver cómo le pegan en los ojos...,
¡en los ojos...! Llora. El corazón se le contrae. Ruedan sus lágrimas. Uno de
los verdugos le roza la cara con el látigo. Él ni siquiera se da cuenta. Se
retuerce las manos, grita, corre hacia el viejo de barba blanca, que sacude la
cabeza y parece condenar el espectáculo. Una mujer lo coge de la mano y se lo
quiere llevar. Pero él se escapa y vuelve al lado del caballo, que, aunque ha
llegado al límite de sus fuerzas, intenta aún cocear.
¡El diablo te
lleve! vocifera Mikolka, ciego de ira.
Arroja el látigo,
se inclina y coge del fondo de la carreta un grueso palo. Sosteniéndolo con las
dos manos por un extremo, lo levanta penosamente sobre el lomo de la víctima.
¡Lo vas a matar!
grita uno de los espectadores.
Seguro que lo mata
dice otro.
¿Acaso no es mío?
ruge Mikolka.
Y golpea al animal
con todas sus fuerzas. Se oye un ruido seco.
¡Sigue! ¡Sigue!
¿Qué esperas? gritan varias voces entre la multitud.
Mikolka vuelve a
levantar el palo y descarga un segundo golpe en el lomo de la pobre bestia. El
animal se contrae; su cuarto trasero se hunde bajo la violencia del golpe;
después da un salto y empieza a tirar con todo el resto de sus fuerzas. Su
propósito es huir del martirio, pero por todas partes encuentra los látigos de
sus seis verdugos. El palo se levanta de nuevo y cae por tercera vez, luego por
cuarta, de un modo regular. Mikolka se enfurece al ver que no ha podido acabar
con el caballo de un solo golpe.
¡Es duro de pelar!
exclama uno de los espectadores.
Ya veréis como cae,
amigos: ha llegado su última hora dice otro de los curiosos.
¡Coge un hacha!
sugiere un tercero . ¡Hay que acabar de una vez!
¡No decís más que
tonterías! brama Mikolka . ¡Dejadme pasar!
Arroja el palo, se
inclina, busca de nuevo en el fondo de la carreta y, cuando se pone derecho, se
ve en sus manos una barra de hierro.
¡Cuidado! exclama.
Y, con todas sus
fuerzas, asesta un tremendo golpe al desdichado animal. El caballo se tambalea,
se abate, intenta tirar con un último esfuerzo, pero la barra de hierro vuelve
a caer pesadamente sobre su espinazo. El animal se desploma como si le hubieran
cortado las cuatro patas de un solo tajo.
¡Acabemos con él!
ruge Mikolka como un loco, saltando de la carreta.
Varios jóvenes, tan
borrachos y congestionados como él, se arman de lo primero que encuentran
látigos, palos, estacas y se arrojan sobre el caballejo agonizante. Mikolka, de
pie junto a la víctima, no cesa de golpearla con la barra. El animalito alarga
el cuello, exhala un profundo resoplido y muere.
¡Ya está! dice una
voz entre la multitud.
Se había empeñado
en no galopar.
¡Es mío! exclama
Mikolka con la barra en la mano, enrojecidos los ojos y como lamentándose de no
tener otra victima a la que golpear.
Desde luego, tú no
crees en Dios dicen algunos de los que han presenciado la escena.
El pobre niño está
fuera de sí. Lanzando un grito, se abre paso entre la gente y se acerca al
caballo muerto. Coge el hocico inmóvil y ensangrentado y lo besa; besa sus
labios, sus ojos. Luego da un salto y corre hacia Mikolka blandiendo los puños.
En este momento lo encuentra su padre, que lo estaba buscando, y se lo lleva.
Ven, ven le dice .
Vámonos a casa.
Papá, ¿por qué han
matado a ese pobre caballito? gime Rodia. Alteradas por su entrecortada
respiración, sus palabras salen como gritos roncos de su contraída garganta.
Están borrachos
responde el padre . Así se divierten. Pero vámonos: aquí no tenemos nada que
hacer.
Rodia le rodea con
sus brazos. Siente una opresión horrible en el pecho. Hace un esfuerzo por
recobrar la respiración, intenta gritar... Se despierta.
Raskolnikov se
despertó sudoroso: todo su cuerpo estaba húmedo, empapados sus cabellos. Se
levantó horrorizado, jadeante...
¡Bendito sea Dios!
exclamó . No ha sido más que un sueño.